Skip to main content

No siempre te gritan en la calle. A veces simplemente no te miran. O te miran demasiado. No siempre te insultan. A veces te hablan más despacio, como si no fueras a entender. Te piden documentos “por protocolo”. Te siguen en la tienda. Te dicen que tu pelo es “exótico”. Que hablas “muy bien para ser de fuera”. Que no saben cómo pronunciar tu nombre, pero no hacen el esfuerzo. Te dicen cosas pequeñas. Cosas que se clavan.

A eso le llaman “micro” racismo. Como si el hecho de que no te peguen lo hiciera menos violento. Como si las mil veces que tienes que explicarte, justificarte o quedarte callado/a no fueran un desgaste brutal. Como si eso no condicionara tu día, tu autoestima, tus decisiones.

El racismo cotidiano no es una anécdota. Es un sistema funcionando en voz baja. Una cadena de gestos que te recuerdan constantemente que no encajas del todo. Que eres “la otra persona”, “el otro cuerpo”, “el acento raro”, “la piel distinta”. Que no eres del todo bienvenido/a. Que estás bajo sospecha.

Y lo peor es que, muchas veces, quien lo ejerce ni siquiera lo sabe. Porque lo tiene tan naturalizado que cree que está siendo amable. Que está haciendo una broma. Que solo tiene curiosidad. Que no es para tanto. Pero sí lo es. Porque te pasa todos los días. Porque lo llevas encima como una segunda piel.

Las personas afro lo aprenden muy pronto. En el colegio, cuando los profes se equivocan con sus nombres o les dicen que tienen que esforzarse más. En el parque, cuando otros niños quieren tocar su pelo. En la tele, cuando nunca ven a nadie como ellos salvo para representar pobreza, violencia o servidumbre. En el médico, cuando no les creen el dolor. En la entrevista de trabajo que no llega. En la discoteca que “hoy no admite más gente”. En el comentario de WhatsApp que supuestamente era gracioso.

El racismo cotidiano cansa. Agota. A veces duele más que el explícito, porque es difícil de nombrar. Porque si lo señalas, te acusan de exagerar. De estar a la defensiva. De ver racismo en todas partes. Pero lo ves porque está ahí. Porque lo has vivido tanto que ya no puedes fingir que no lo sientes.

Y por eso es tan importante hablarlo. Nombrarlo. Compartirlo. Porque muchas veces lo primero que hace el racismo es aislarte. Hacerte sentir que eres la única persona que lo está viviendo. Que el problema eres tú. Pero no lo eres. El problema es estructural. El problema es que hay un sistema que sigue colocando unos cuerpos por encima de otros.

La juventud afro ha dicho basta. Se ha cansado de ser educada, de aguantar, de hacerse pequeña para no incomodar. Está usando su voz, su arte, sus redes, sus espacios, para contar lo que antes se callaba. Para convertir el dolor en discurso. La rabia en acción. El silencio en relato.

Porque no se trata solo de quejarse. Se trata de transformar. De visibilizar. De generar conciencia. De exigir respeto. De cambiar los códigos. De enseñar, sí, pero también de protegerse. De poner límites. De elegir con quién sí y con quién no.

El racismo cotidiano tiene que dejar de ser normal. Tiene que dejar de ser “una costumbre inocente”. Tiene que dejar de esconderse detrás de frases como “no lo decía con mala intención” o “yo no soy racista, pero…”. Porque la intención no borra el impacto. Porque el “pero” ya lo dice todo.

No se puede luchar contra lo que no se nombra. Por eso, decirlo en alto ya es un acto de resistencia. Reírse entre compañeras de lo absurdo que es todo, también. Hablarlo en casa. Cuestionarlo en clase. Denunciarlo en redes. Escribirlo en canciones. Plasmarlo en vídeos. Bailarlo con rabia. Compartirlo sin vergüenza. Todo eso suma.

Y si no eres afro y estás leyendo esto, también tienes tarea. Escucha. Aprende. No corrijas. No des consejos. No minimices. No pidas explicaciones como si te las debieran. Acompaña. Cede espacio. Pregúntate cómo puedes ser parte del cambio. Porque el racismo cotidiano no lo combaten solo quienes lo sufren. Lo tienen que desmontar también quienes lo permiten.

Este texto no pretende darte una lección. Solo poner palabras a lo que tantas personas viven. Porque si duele, es real. Y si es real, hay que hacer algo. 

Leave a Reply