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Hay muchas formas de hacer activismo, pero cuando lo hace la juventud afrodescendiente, muchas veces empieza con un gesto sencillo: tomar la palabra. Tomarla, porque durante demasiado tiempo ha sido negada. Tomarla, porque no basta con que nos nombren, hay que nombrarse. Y eso, en sí mismo, ya es una forma de lucha.
El activismo cultural no siempre lleva pancartas ni ocupa las calles. A veces es una playlist que rompe el algoritmo, una camiseta con historia, una foto intervenida, un poema que no busca permiso. A veces es TikTok, Instagram, un mural, una performance. Es narrar lo cotidiano desde otro lugar, reivindicar el cuerpo, las raíces, la lengua, la estética, el ritmo.
Las juventudes afro no están esperando que el mundo cambie: lo están transformando desde ya. Con creatividad, con rabia canalizada, con ternura política. Están cansadas de ser solo objetos de estudio o víctimas del racismo estructural. Quieren ser protagonistas de su propia narrativa. Y lo están siendo.
Porque cuando una persona joven afro crea, rompe el silencio. Cada verso, cada paso de baile, cada audiovisual que desafía el estereotipo, es un acto político. No porque pretenda serlo siempre, sino porque existir desde la diferencia, sin pedir perdón, ya incomoda al sistema.
El activismo cultural afro también es una forma de educación no convencional. Enseña a mirar distinto. A cuestionar lo que parece “normal”. A celebrar lo que antes se escondía. Poner a una niña negra en el centro del cuento. Escuchar a una madre migrante como sabia. Llenar de tambores una plaza blanca. Reivindicar los saberes orales. Contar la historia sin maquillaje.
En ese hacer cotidiano, lo personal y lo político se funden. Las juventudes afro hacen activismo cuando cuidan sus rizos en un entorno que les ha enseñado a alisarlos. Cuando se visten sin neutralidad. Cuando eligen sus referentes. Cuando nombran lo que duele y celebran lo que les sostiene. Cuando se organizan en colectivos. Cuando se cansan del “tienes que educar” y se dedican a crear, porque también merecen gozar.
Las redes sociales han sido un altavoz. No son perfectas, pero han permitido que muchas voces lleguen más lejos. Han generado comunidad, intercambio, resonancia. Jóvenes de distintas partes del mundo negro dialogan, se inspiran, se contradicen, se empujan hacia adelante. No hay un único discurso afro, y eso es parte de la riqueza.
La cultura ha sido una herramienta de opresión, pero también puede ser una vía de liberación. Y las juventudes afro lo saben. Por eso recuperan ritmos prohibidos, reescriben cuentos, desmontan narrativas, archivan memoria. No solo protestan, proponen. No solo denuncian, crean.
El activismo cultural no es un adorno del movimiento antirracista: es su columna vertebral. Porque sin transformación simbólica, no hay justicia real. ¿De qué sirve cambiar leyes si no cambiamos imaginarios? ¿Cómo luchamos contra la discriminación si seguimos sin reconocernos en lo que vemos, lo que leemos, lo que se premia?
La lucha afro no es solo contra el racismo, sino por la dignidad. Y esa dignidad también se expresa en un videoclip cuidado, en un club de lectura, en un festival autogestionado, en una frase que rompe el molde. Es creación con conciencia. Es política con flow.
Lo están haciendo ahora. Aquí. Desde barrios invisibilizados, desde institutos, desde casas donde se cruzan idiomas y nostalgias. Con pocos recursos y mucha determinación. A veces desde el cansancio, a veces desde la esperanza. Siempre con la certeza de que merecen estar, ocupar, ser escuchadas.
Las juventudes afro y el activismo cultural están redefiniendo lo que significa resistencia. No desde el sacrificio eterno, sino desde el derecho a existir en plenitud. Porque crear también es curar. También es construir futuro. También es decir: “aquí estamos, y no vamos a desaparecer”.
Y si el mundo no está listo para eso, que se prepare.

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